domingo, 11 de diciembre de 2011

Qué leemos cuando leemos

Muchos estudios se han hecho ya para intentar comprender cómo leemos cuando leemos, o mejor, qué queremos decir cuando decimos que leemos un texto. Cómo se produce el proceso de descodificación por el que pasamos de unos trazos de tinta negra, a una imagen mental o un razonamiento complejo. Toda una interesante teoría (la estética de la recepción) se dedica a intentar explicar cómo realizamos estos procesos, y en particular cómo el texto se "prepara" para provocar (o al menos permitir) determinadas lecturas por parte del lector.

En realidad, cuando leemos un texto (pienso ahora fundamentalmente, aunque no solo, en un texto literario) realizamos dos procesos paradójicos: leemos al mismo tiempo más de lo que está en el texto, y menos de lo que está en el texto.

Digo que leemos más de lo que está en el texto porque todo lector "llena" con su imaginación, su experiencia y, también, sus prejuicios, los inevitables huecos que dejan las palabras. No importa cómo de detallada sea una descripción de un personaje, un espacio, un objeto: siempre habrá aspectos a los que el texto no llegue y que deban ser añadidos por el lector. Y en aquellos casos en que la información de que disponemos es mínima (por ejemplo, cuando solo se nos ofrece el nombre de un personaje, o en las primeras páginas de una novela, cuando el universo narrativo está aún por construir), el lector debe hacer un esfuerzo suplementario, aunque generalmente desapercibido, para completar todo lo demás. Determinados escritores juegan conscientemente con este "efecto óptico", dejando huecos deliberadamente amplios o estratégicamente dispuestos para desafiar a la capacidad del lector para detectarlos y rellenarlos.

No solo eso: incluso antes de empezar a leer un texto, ya tenemos una serie de expectativas creadas (por lo que sabemos del autor, por el título, por la portada, por el género al que pertenece, por lo que hemos leído en la contraportada) que condicionan nuestra lectura. Casi nunca entramos a un texto sin tener ningún preconcepto sobre él. Por supuesto, esas expectativas pueden ser confirmadas o decepcionadas durante la lectura, pero en un sentido o en otro determinan el modo en el que nos acercamos al libro.

Pero también, y al mismo tiempo, leemos menos de lo que está en el texto. Solo tres tipos de lectores, diría yo, leen todas y cada una de las letras o palabras que contiene el texto: los que están aprendiendo a leer ("la m con la a, ma"); los que están empezando a leer en una lengua extranjera; y los correctores de textos. Pero a estos tres tipos de lectores les pasa lo que Iván comentaba en una entrada no hace mucho: que de tanto fijarse en los pequeños detalles, pierden la visión de conjunto, no consiguen captar el contenido global de la obra.

El lector entrenado no necesita leer todas las letras para entender una palabra; no necesita leer todas las palabras para entender una frase, ni todas las frases para entender un texto. Hay numerosas experiencias al respecto, pero yo voy a contar una propia: cuando leí Crimen y Castigo, la primera vez que leí el nombre de Raskolnikov lo leí mal (leí Rakosilkov, o algo semejante), y solo pasada media novela me di cuenta de mi error. Porque a partir de esa primera lectura errónea, ya no leía todas las letras: solo leía R__k__l__k__v y eso era suficiente para saber que se trataba del personaje protagonista.

De hecho, "saltarnos páginas" es uno de los "derechos del lector" de los que habla Pennac, y "leer en diagonal" es una técnica de lectura no solo válida sino necesaria, precisamente cuando lo que se necesita no es una lectura atenta sino una idea general del contenido (o también, por qué no, cuando la novela es aburrida, previsible y se quiere llegar al final cuanto antes). En determinados casos -por ejemplo, si el estilo del texto es en sí mismo un valor- podemos hacer el esfuerzo consciente de leer cada palabra y cada giro lingüístico; pero por lo general, al menos en mi experiencia, no es así (ni es necesario que sea así).

Sea como sea, leer sigue siendo una experiencia misteriosa y sorprendente. Todavía nos falta mucho para saber cómo hacemos para crear mundos inexistentes o increíbles a partir de palabras escritas en una página. Pero ya sabemos algunas cosas: por ejemplo, que leer no tiene nada de mecánico ni de sencillo. Y eso es lo bonito.

1 comentario:

Paula dijo...

Ostras, genial el post, Santi. Me ha resultado esclarecedor, porque resulta que yo tengo mezcladas mis estrategias de lectura. Hace pocos años, antes de empezar la universidad, leía como una maldita mecha. Pero después mis lecturas pasaron a estar directamente relacionadas con el aprendizaje del inglés, y no solo empecé a leer más despacio porque era un idioma que no controlaba del todo sino porque necesitaba entender cada letra y cada palabra.

Aunque ya he superado este estadio, supongo que algo queda de estos hábitos porque ya jamás hago esa lectura en diagonal o esa lectura de omitir frases o incluso párrafos enteros (ni siquiera recordaba haberlo hecho alguna vez hasta leer tu post).

Ahora, muchas veces leo con la mirada exhaustiva de la correctora, y también como traductora tengo que asegurarme de entender absolutamente todo (por mucho que eso sea, y sé que lo es, una quimera).

O sea que no solo hay diferentes tipos de lectores, sino que un mismo lector puede leer de distinta forma en diferentes momentos de su vida y dependiendo de, por ejemplo, su actividad profesional.

En mi caso, debería aprender a distinguir cuándo es mejor aplicar una de las estrategias u otra, porque lo cierto es que me he vuelto una tortuga... Siento que no quiero perderme absolutamente nada de lo que leo, y tampoco hay que pasarse :)

[Perdón por el supercomentario/epístola a los corintios].